01 febrero 2023 05:20
No estamos ya en la fase de internalizar los costes de las emisiones del transporte. En lo que ahora estamos es en la fase de suprimir esas emisiones.
Por eso, estaremos frenando el cambio y postergando el futuro mientras se prime la fijación de tasas sobre la emisiones del transporte en vez de promover bonificaciones que estimulen y aceleren la transición hacia la supresión de dichas emisiones.
Ante todo, porque fijar tasas medioambientales es consagrar que contaminar es correcto mientras pagues, cuando social y globalmente hemos asumido que el objetivo verdadero es que no haya emisiones, para lo cual lo razonable es ayudar al sector logístico y favorecer su transformación.
De esta manera, mientras algunas administraciones están volcadas en gastar dinero e invertir para coadyuvar a la transformación medioambiental, otras lo que prefieren es recaudar y acaparar, desde el frentismo del castigo pues, además, su objetivo final no es lograr una movilidad sostenible, sino una sociedad más sostenible mediante las restricciones a la movilidad, para lo cual, obvio, su gran arma es penalizar.
Por tanto, sin necesidad de entrar en más disquisiciones, de partida podemos decir que la nueva tasa medioambiental que promueve el Gobierno de ERC en Catalunya sobre cada buque que escale en los puertos de esta región es un arcaísmo medioambiental inútil para los fines directos de una movilidad más sostenible porque no hay causa efecto entre el pago de la tasa y la transformación medioambiental. El único impacto directo es el recaudatorio, sin olvidar el impacto indirecto disuasorio (del que luego hablaremos).
No hay causa efecto entre pagar la tasa y la transformación medioambiental
Y es que, establecidas estas premisas y enmendada la mayor, podemos a continuación bajar a la arena para discutir todos aquellos otros enfoques colaterales a la fijación de una tasa de este calibre, que van desde el ámbito competencial, hasta el mercado de la competencia, sin perder de vista la parte fiscal y que nos adentramos en cuestiones jurídicas con su lógica complejidad.
En todo caso, merece la pena reflexionar sobre, por ejemplo, cuál es la base jurídica que sustenta el que una comunidad autónoma pretenda fijar un impuesto sobre una actividad que se desarrolla íntegramente en un ámbito donde no tiene ninguna competencia real, ni de territorio ni de gestión, ni en el lado tierra ni en el lado mar, tal es el caso de los puertos de interés general de Barcelona o Tarragona.
De la misma forma, toda vez que la propia actividad portuaria se rige por su propio sistema de tasas de ámbito estatal, con sus propias bonificaciones a las tasas en materia medioambiental, merece la pena analizar hasta qué punto está en disposición una segunda administración de abordar por partida doble el mismo hecho impositivo.
Para terminar, parece mentira que siga habiendo administraciones que ignoren el clamor en torno a la armonización de las regulaciones medioambientales, no ya armonización estatal y ni siquiera continental, sino sobre todo y ante todo global. Principalmente porque, como ya recordó la CNMC cuando Catalunya implantó una tasa sobre la actividad aeroportuaria del mismo corte e inspiración que lo pretendido ahora con los puertos, “la introducción de un impuesto en una actividad económica distorsiona la competencia efectiva ya que afecta al equilibrio competitivo del mercado”, distorsión tan obvia que puede provocar que la mercancía huya de los puertos catalanes a puertos del entorno, multiplicando la inutilidad medioambiental de la medida, base por cierto de la batalla de los puertos españoles con Tánger y el proyecto Fit for 55, un espejo que el Gobierno catalán está claro que prefiere ignorar.